A Yad Vashem, el museo de la Shoá (holocausto) en Jerusalén se ingresa por una rampa descendente, en cuyo primer descanso podemos ver proyectadas directamente sobre la pared, imágenes de la vida judía en un shtetl (aldea) de Europa oriental en 1930.
El video en blanco y negro, entrecortado por el paso del tiempo, muestra un día común: el lechero, la gente yendo y viniendo, carretas y niños pequeños rumbo al colegio con sus padres.
Momentos mas tarde esos mismos niños, cientos, miles tal vez, prolijamente formados en un coro, cantan una canción, y la vida transcurre tranquila, como en una letanía, aunque vigorosa.
Seguimos bajando la rampa, dejando atrás las imágenes y penetramos en las tinieblas, en el museo propiamente dicho, donde se recrea la shoá, y pasamos de una sala a la otra, cada vez más abajo, cada vez más opresivo.
Uno a uno se suceden los años de la muerte y la destrucción, y cada cual lo va procesando como puede, algunos lloran, otros sólo meditan, muchos se indignan, pero nadie transcurre por el lugar de modo indiferente.
El recorrido puede llevar horas o minutos, lo que cada uno pueda soportar.
La creación del Estado de Israel entre otras cosas hizo posible que exista un Yad Vashem emplazado en la capital del mismísimo Estado no cómo testigo de la maldad absoluta llevando a la extinción de un colectivo y una cultura, sino precisamente lo contrario: como símbolo permanente de lo que el mal no pudo lograr y de un pueblo diciendo que eso no volverá a suceder.
En la realización concreta de ese Estado, múltiples acontecimientos marcaron la gesta, algunos muy conocidos como el Plan de Partición de Palestina aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947 y la propia declaración de la independencia leída por David Ben Gurión en Tel Aviv el 14 de mayo de 1948. No obstante otros eventos no tan conocidos, aunque fuertemente significativos, constituyeron la transición de pueblo a estado y por cierto dramáticamente.
Ya declarada la independencia, tan sólo unos días después el primer ministro decretó que quedaba conformado un ejército único bajo el nombre de Fuerzas de Defensa del Estado de Israel señalando el final de varias células militares que combatieron a ingleses y a árabes por igual mientras duró el mandato británico. Para Ben Gurión, un país debía tener un solo ejército y un comando unificado.
Menajem Beguin al mando del Irgún (una de esas unidades irregulares) entendió la situación y el 1 de junio firmó la incorporación de sus fuerzas a las FDI, aunque reservando una brigada a la lucha armada contra los árabes fuera de lo que serían las fronteras del nuevo estado, en Jerusalén.
Recordamos al Irgún y los revisionistas por la voladura del Hotel King David y por ser firmes opositores a la actitud más negociadora de los partidarios de Ben Gurión frente a los ingleses.
En ese contexto Beguin y sus hombres despachan el buque Altalena desde Francia a Israel con municiones (se asegura que millones), pertrechos y poco más de 900 combatientes voluntarios, muchos de ellos sobrevivientes de los campos de exterminio. Altalena era el pseudónimo utilizado por Vladimír Jabotinsky, ideólogo del sionismo revisionista y el movimiento juvenil Betar, para escribir artículos periodísticos en la Europa de pre guerra.
El 20 de junio arriba el Altalena a las costas de Kfar Kvitkin, no muy lejos de Gaza con una promesa de Beguin, entregar el 80% del cargamento de armas y hombres a las FDI, y quedarse con el resto para destinarlo a los batallones del Irgún en la batalla de Jerusalén. Incluso en los acuerdos de conformación de una sola fuerza de defensa, cuyo origen y base era la Haganá, se deja constancia que los hombres del Irgún podrán conformar sus propios batallones dentro el nuevo ejército.
Sin embargo, el fuerte encono entre Ben Gurión y Beguin, llevaría todo a un camino complejo y límite. El primer ministro exige que la totalidad de armas y hombres sean entregados a su mando porque no aceptaría fuerzas irregulares combatiendo contra los árabes.
Las armas y los hombres vuelven a ser embarcados en el Altalena que pone rumbo a Tel Aviv, donde arriba en la mañana del 21 de junio, mientras el nuevo estado seguía en conflicto con los países árabes que no aceptaban su existencia.
Intermediarios de uno y otro sector negocian en nombre de los dos líderes que no se dirigían la palabra, cuando inesperadamente desde tierra, las FDI abren fuego contra el Altalena.
El comandante en tierra que dio la orden de abrir fuego fue Itzjak Rabin.
Finalmente el barco resultó hundido muriendo 16 tripulantes en la refriega, mientras Beguin desde cubierta se negaba a responder la agresión: judíos no disparan contra judíos gritó, hasta que fue evacuado en una lancha que lo llevó a la costa. Ante los cronistas que allí se encontraban, el líder revisionista maldijo una y otra vez a Ben Gurión, y dio por terminada su carrera de combatiente.
En el brillante artículo “El incidente Altalena y el monopolio de la violencia legítima” , su autor el analista de seguridad y defensa Jesús Pérez, cita a Max Weber y su teoría del monopolio de la violencia legítima.
Según Weber, “el Estado es la única fuente del derecho a la violencia”, siendo que en su definición del Estado no se refiere a la legitimidad jurídica sino a la política.
Ben Gurión, ejerciendo su legitimidad política decide terminar con la aventura revolucionaria de Beguin, porque entendía que de permitirla se abría una puerta al descontrol operativo.
Más relevante aún es la actitud de Beguin, que no responde a la agresión y se retira de la lucha militar, porque reconoce que de hacerlo, la guerra civil entre hermanos y en medio de los combates con los árabes, sólo provocaría la derrota del nuevo estado.
Tres líderes relevantes de la historia sionista confluyen en estos sucesos: Ben Gurión, Rabin y Menajem Beguin.
La herida del Altalena permaneció abierta durante por los menos dos décadas, hasta que Beguin fue electo primer ministro con su partido Jerut, actual Likud.
Decimos que los episodios del Altalena son fundantes en el paso de un pueblo, un conjunto de voluntades en la que se comparte la causa pero en la que cada uno actúa con su propio criterio, hacia la concreción de un estado con objetivos y mando unificados, donde la legitimización jurídica confluye con la legitimidad política.
No sabemos qué habrá pensado Rabin mientras daba la orden de disparar contra el Altalena, sí sabemos lo que pensó Ben Gurión: no permitiría que hubiera dos ejércitos y dos mandos. También sabemos lo que pensó el enorme Menajem Beguin: no dejaría que se produjera una guerra civil entre hermanos.
Los tres fueron primeros ministros, Ben Gurión declaró la independencia, Rabin estuvo al frente de la reconquista de Jerusalem en 1967 y entregó su vida en la búsqueda de la paz con los árabes, Beguin construyó un estado donde los sefaradím se visibilizaron completando la identidad nacional y firmó los tratados de Camp David con Egipto vigentes aún en nuestros días.
Y Altalena, el puente que permitió que una nación se convirtiera de pueblo a Estado.
Llegando al fin del recorrido en Yad Vashem, o mejor dicho al final de la muestra en lo mas bajo del museo, y mientras aún quedan algunas cosas para ver tan pronto comiences a transitar nuevamente la rampa, ahora subiendo hasta terminar en un magnífico ventanal donde radiante aparece Jerusalén, una instalación de pantallas led en forma de galería, nos devuelve la imágenes que mencionábamos al inicio, el shtetl, la vida bucólica y el coro de niños entonando una canción. Ahora los podemos escuchar.
Cantan sin preocupación, cantan Hatikva, la canción de la esperanza, mientras una voz en off nos cuenta que seguramente ninguno de los pequeños de ese coro sobrevivió y que la vibrante vida judía en ese pueblo húngaro desapareció, mientras ellos cantaban indiferentes de lo que venía. Sin embargo, la canción está más viva que nunca, así fue cuando éramos exclusivamente un pueblo, y así permanece ahora que somos un pueblo con nuestro estado.
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